Hace no mucho tiempo vi una imagen en la que se hablaba de forma gráfica y resumida, de cómo podíamos determinar si nos encontrábamos con un ambiente tóxico dentro de una oficina.
Me gustó tanto la idea, que decidí apuntármela para hablar de forma más extendida de ello en mi blog, a la par que lo distribuía entre mis contactos más cercanos, que hoy la recordarán con toda seguridad.
¿Cómo sabemos que nos encontramos dentro de un ambiente tóxico?
Los ambientes tóxicos no se generan de una forma repentina, sino que por el contrario, poco a poco se van instalando en nuestras organizaciones gracias a un cúmulo de circunstancias que permiten que esto así suceda.
El principal indicador que va a alertarnos que nos encontramos dentro de un ambiente tóxico, no es otro que la desmotivación global de toda la plantilla. Cuando la mayoría de las personas que la conforman, de una forma u otra expresan insatisfacción dentro de la misma, es porque algo raro está pasando; y normalmente no es otra cosa que una falta de objetivos, metas y estrategias claras, junto a una precaria comunicación y desorganización generalizada.
¿Qué ocurre cuando estamos dentro de un ambiente tóxico?
Cuando confirmamos que estamos dentro de un entorno «enrarecido«, podremos observar que:
- Las decisiones de alto nivel se toman de forma poco sensata e incoherente, generando confusión en las capas inferiores..
- Las buenas ideas, la creatividad y el compromiso dejan de tener el valor que les corresponde, por lo que el alto rendimiento da paso a niveles de desempeño prácticamente nulos. Hacerlo bien tiene el mismo premio que hacerlo mal implicando mucho menos esfuerzo. Por tanto ¿para qué hacer lo primero?. La mediocridad e indiferencia se instalan por encima de la excelencia.
- Los planes de desarrollo profesional con los que se pueden detectar necesidades, carencias individuales y los medios necesarios para abordar las oportunidades de mejora, desaparecen por completo. Al no realizarse una correcta identificación y clasificación del talento, se produce la marcha de todo aquel que más aporta, en una búsqueda desesperada de reconocimiento profesional.
- Desaparecen los equipos cohesionados e intercomunicados entre si. La compañía funciona gracias a personas que trabajan integradas en «grupos» aislados. Cada grupo tiene sus propios objetivos y lucha por su propio beneficio en contra del beneficio del conjunto, funcionando como satélites independientes entre si.
- Las luchas de poder entre grupos e incluso entre los propios miembros de cada grupo, comienzan a acrecentarse generando conflictos en los que nadie quiere intervenir. Esto se convierte en parte de la “cultura” organizacional, desde las capas más altas a las más bajas. Nadie asume responsabilidades sobre sus acciones y en caso de error, siempre es más fácil justificarse culpando a los demás que asumirlo como propio.
- La comunicación institucional se deteriora. La información circula en formato de rumor o chisme. Las noticias importantes circulan por los pasillos y no a través de comunicados institucionales y formales. La rumorología acaba dañando por completo el sentido y contenido de los mensajes que se emiten. Se deja rienda suelta a la libre interpretación que cada persona quiera hacer de los mismos, y la información de interés se acaba no comunicando dando por hecho que las personas la saben o deberían saberla.
- Con el deterioro de la comunicación institucional, la indefinición de roles y responsabilidades se hace patente. Nadie tiene claro quien se encarga de qué y para qué. Las funciones que cada persona desempeña dentro de la compañía, no están correctamente definidas ni convenientemente comunicadas. (No estaría de más, tirar de alguna RACI de vez en cuando).
- Ante el desconcierto y la falta de mando, comienza «la lucha por las medallas» y por alcanzar puestos que en apariencia están vacantes. Esto da paso a que acaben alcanzando posiciones de cierta responsabilidad personas poco capacitadas, que a base de codazos y a los grandes vacíos de poder existentes, logran ascensos que no les corresponden.
- Estos nuevos líderes, sin las capacidades requeridas para serlo, comienzan a tomar decisiones por su cuenta. No escuchan ni les importa la opinión del resto y llevan a sus subordinados a no poder expresar su disconformidad ante ciertas situaciones por miedo a represalias. Desconfiados, no saben ni quieren delegar, ocultan muy mucho su información para poder seguir manteniendo su «estatus de imprescindibles«. Se hacen importantes ante los ojos de los que les rodean, pero en el fondo tienen muchas inseguridades. Aquel que a su alrededor pueda parecer que destaca más de la cuenta, lo considera una amenaza y hace lo posible por quitarlo de su camino, empeorando aún más el clima general de la compañía.
- Ante la impotencia de no saber corregir una situación de desconfianza absoluta, se acaban estableciendo infinidad de reglas y normas, que los primeros que no las cumplen son los que las establecen. Con ello se echa más leña al fuego de una situación, ya de por si suficientemente insostenible.
Por todo lo anterior, y aunque quizás sea muy fácil decir pero muy difícil de llevar a cabo, intentemos convencer a la alta dirección que para revertir este tipo de situaciones, hay que comenzar mejorando la comunicación institucional. Permitir las comunicaciones transparentes, sinceras y bidireccionales. Abrir nuevos foros de opinión, en los que se permita escuchar a quienes quieren dar la suya, porque en ellos puede estar la solución a muchos de nuestros problemas.
Apostemos por todos aquellos que demuestran interés en aportar un valor extra, apartando a todo el que fomente la toxicidad y dañe la estabilidad general.
Abramos puertas y ventanas para que entre aire fresco. No todo se consigue estableciendo normas y acotando libertades, sino que por el contrario, enrarecen aún más un ambiente de desconfianza. Recomendar el paso de alguno de nuestros directivos por una de las múltiples escuelas de negocio existentes, puede ser un buen punto de partida para comprobar que hay otras formas de gestión.
Apostemos por la formación y la excelencia como elemento motivador. Todo aquel que aporta valor, lo agradece y le permite hacer sentirse partícipe de los éxitos y problemáticas de la compañía, fomentando con ello su compromiso con la misión y visión de la misma.
Y por último, dejemos claro quién es quién y a que se dedica cada uno. Si todo el mundo conoce su misión dentro de la empresa, pondremos límites y acotaremos cualquier posible vía rápida que pueda ser aprovechada por los «trepas» en situaciones de inestabilidad.
M. Carmen